La vida económica y social de México a partir de 1821 fue tan caótica como su situación política externa.
La Guerra de Independencia había generado endeudamiento público y el desastre provocado por
intereses opuestos en torno a un sistema de gobierno afectó la capacidad productiva y el flujo de inversiones
en la agricultura y el comercio. Se habían perdido rutas para las exportaciones mexicanas y se
gastaba excesivamente en armas y tropas. No había un proyecto de desarrollo económico nacional.
Tampoco había un programa de desarrollo social, por lo que sectores amplios de la población carecían
de servicios públicos y de garantías para su patrimonio. La secuela de la esclavitud se mantenía en muchos
rincones del país, la ignorancia, la pobreza y la ausencia de un sistema educativo integraban la
realidad cotidiana de la población civil en México. El endeudamiento y la falta de recursos financieros
agravaban la situación y, además, favorecían las presiones extranjeras sobre la soberanía mexicana.
En diversas ocasiones el Estado y el caudillismo imponían a hacendados y a la Iglesia préstamos
obligatorios para sostener causas militares que desangraban la vida y la economía de los habitantes de
la República. Hubo políticas de recaudación de impuestos que sólo buscaban mantener gastos de guerra,
pero que olvidaban la inversión en el campo o el fomento industrial, y que tampoco generaban
gastos de beneficio social. Y la búsqueda por establecer convenios comerciales con otros países fracasaba
ante la falta de solidez del Estado y ante la imposibilidad de establecer un modelo de crecimiento.
Muchos conservadores pretendían una política centralista y proteccionista, mientras que los liberales
exigían que se liberara de aranceles al comercio en una libre competencia con productores extranjeros.
Las ventajas financieras de Estados Unidos e Inglaterra no representaban alternativas para México en
un ambiente de expansión industrial del capital foráneo. La producción de plata a nivel internacional se
había desplomado entre 1821 y 1846, con lo cual las exportaciones mexicanas se veían sin aliento.
Un personaje que destacó por sus programas de desarrollo económico fue Lucas Alamán, quien
propuso en 1830 grabar con 5% las manufacturas extranjeras para impulsar a las industrias mexicanas
con dicho excedente. Creó la Dirección General de Industrias y estimuló las innovaciones tecnológicas
y hasta la capacitación laboral; fundó también el Banco de Avío para el fomento de la industria textil,
la agrícola y la de fundición. Su visión progresista en el ámbito económico era, paradójicamente, opuesta
a los principios del federalismo que Valentín Gómez Farías sostenía entre los liberales. Lucas Alamán
siempre defendió al catolicismo y al fortalecimiento de la autoridad, y criticó ideas como la
división tripartita del Estado. El latifundio eclesiástico se fortaleció, aunque era improductivo; y las
haciendas sobrevivían alternando el autoconsumo y la producción mercantil, según las circunstancias.
Pero ninguna fórmula lograba sostener una estructura económica ante las carencias políticas y administrativas
de una nación sin pies ni cabeza.
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